Walter Benjamin dijo una vez que la primera experiencia que el niño tiene del mundo no es que "los adultos son más fuertes, sino su incapacidad de hacer magia". La afirmación, efectuada bajo el efecto de una dosis de veinte mgr. de mescalina, no es por eso menos exacta. Es probable, en efecto, que la invencible tristeza en la cual se sumergen cada tanto los niños provenga de precisamente de esta conciencia de no ser capaces de hacer magia. Aquello que podemos alcanzar a través de nuestros méritos y de nuestras fatigas no puede, de hecho hacernos verdaderamente felices. Sólo la magia puede hacerlo. Esto no se le escapó al genio infantil de Mozart, quien en una carta a Bullinger señaló con precisión la secreta solidaridad entre magia y felicidad: "Vivir bien y vivir felices son dos cosas distintas; y la segunda, sin alguna magia no me ocurrirá por cierto. Para que esto suceda, debería ocurrir alguna cosa verdaderamente fuera de lo natural".
Los niños, como las criaturas de las fábulas, saben perfectamente que para ser felices es preciso tener de su lado al genio de la botella, tener en casa el asno cagamonedas o la gallina de los huevos de oro...
Si es así, si no hay otra felicidad que sentirse capaces de magia, entonces se vuelve transparente también la enigmática definición que de la magia dio Kafka, cuando escribió que si se llama a la vida con el nombre justo, ella viene, porque "esta es la esencia de la magia: que no crea, pero llama". Esa definición está de acuerdo con la antigua tradición, que cabalistas y nigromantes han seguido escrupulosamente en todos los tiempos, según la cual la magia es esencialmente una ciencia de los nombres secretos. Toda cosa, todo ser tiene de hecho más allá de su nombre manifiesto un nombre escondido al cual no puede dejar de responder. Ser mago significa conocer y evocar este archinombre...
En última instancia, la magia no es conocimiento de los nombres, sino gesto: trastorno y desencantamiento del nombre. Por eso el niño está tan contento cuando inventa una lengua secreta. Pero su tristeza proviene no tanto de la ignorancia de los nombres mágicos como de su dificultad para deshacerse del nombre que le ha sido impuesto. No bien lo logra, no bien inventa un nuevo nombre, tiene en sus manos el salvoconducto que lo lleva a la felicidad.
1 comentario:
¡Me encantó tu post! Además de que aprendí un montón. Y todo es cierto. Una vez mi suegra le regaló a mi hijo mayor un duende al que, según ella, había que ponerle una moneda para que cumpliera nuestros deseos. Más allá de que pocas cosas de mi suegra me vienen bien, mi hijo se tomó al pie de la letra la explicación, y creyó que conseguiría cualquier cosa poniéndole una moneda al duende. Entonces tuve que salir a defender la racionalidad, y decirle que las cosas se consiguen con trabajo y esfuerzo, con ganas, con dedicación. Él se puso a llorar no desconsolado sino furioso contra mí y me dijo: "¡vos no me dejás creer en nada!" Entonces yo otra vez: que podía creer en lo que quisiera, sabiendo que eran seres del mundo de la fantasía, y que no podrían conseguirle el Max Steel carísimo a cambio de una moneda. Como siempre, fue su madre la que le mató la magia.
Y el menor se agrega los nombres de la gente que quiere, entonces me informa que se llama "Ariel Lucas etc etc".
Gracias por ponerle palabras poéticas y didácticas a esto que pasa.
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