30 octubre, 2008

Desfalco

Ana es una mujer de 35 años, tiene un hijo y una hija de 5 y 3 años respectivamente. Hace cuatro años estando ella embarazada y con el niño pequeño fue abandonada por su marido; suceso que tampoco le dolió mucho porque ¿a quién le dolería perder un marido desobligado, malencarado, nefasto y feo?
Ella recibió una llamada de parte de la Secretaría de Educación Pública. Consiguió una plaza o base de maestra por parte del gobierno estatal a 3 horas y media de donde vivían sus papás. Dejó a su hijo para hacer los trámites correspondientes, presentarse en su lugar de trabajo y tramitar su incapacidad por embarazo.
Regresó a su ciudad a esperar que concluyera su embarazo. Un mes de abril nació una niña a la que llamó Anabel. Cuando Anabel tenía dos meses de nacida, Ana tuvo que volver a su lugar de trabajo, así que se fue con un niño de años y medio y una bebita de dos meses a un lugar desconocido, donde no conocía a nadie, a empezar una vida nueva, a empezar desde cero.
Con el tiempo hizo nuevo amigos, los niños crecieron, todos ya se sentían a gusto en su casa, como si siempre hubieran vivido ahí. Cuando los niños tenían 3 y dos años hizo su aparición el que se había ausentado. Con la ilusión de volver a ser una familia fue aceptado y llegó ya con todo puesto y todas las comodidades a una casa ya completamente amueblada, con unos niños que ya dormían toda la noche y una esposa que ya percibía un sueldo.
Bien o mal duraron juntos dos años más, porque le dieron la buena noticia a Ana de que le podrían dar su cambio a su ciudad; podía conservar su trabajo y permanecer en la bella ciudad de Morelia, en la que había vivido antes de obtener su plaza.
Como su esposo ya tenía un empleo, Ana se adelantó a Morelia con los niños para empezar a ubicarse de nuevo. Estuvieron en casa de los papás de Ana, poco tiempo después llegó Omar (esposo) y solamente quedaba ir por todas sus pertenencias.
Antes de eso Omar sacó un crédito para una casa, se la entregaron, los papás de Ana ayudaron con el dinero que faltaba para tal casa. Entonces sí, a ir por los muebles; Ana consiguió prestada una camioneta y alguien que manejara. Ya cuando todo estaba dispuesto Omar se molestó sin razón aparente y se fue con todo y maletas prometiendo no volver.
Ana viajó sin su marido para ir por lo que le hacía falta y ¿cual fue la sorpresa? que ya no había pertenencias. La casa donde estuvieron ya estaba vacía. Investigó con los vecinos, quienes le dieron todos los detalles: todo había sido vendido. Y si digo que todo, es TODO: sala, refrigerador, estufa, recámara, aparatos, también las camas de los niños, sus juguetes y ropa.
Al volver a Morelia con las manos vacías Ana fue a la casa recién comprada por su marido y sus llaves no coincidían con la cerradura. Es decir: Omar dejó a sus hijos y a su esposa en la calle y prácticamente en calzones. Hasta el carro que les habían prestado los papás de Ana fue vendido y el dinero prestado para la casa prácticamente se fue a la basura. Y por si fuera poco también dejó a Ana con una deuda descomunal en el banco.
No entiendo en qué tipo de mente podría caber tan meticuloso y perverso plan. ¿Qué tipo de persona es la que se atreve a quitarles todo a sus hijos y dejarlos a la buena de Dios?
Creí que estas cosas solamente pasaban en películas pero sucedió más cerca de lo que había imaginado: Ana es mi hermana.
Al principio pensé en mandar golpear al sujeto aquel ya que tengo los contactos y las posibilidades, finalmente no lo hice; confío en que el tiempo, la vida, Dios ponga todo en su lugar algun día.

17 octubre, 2008

EL miedo

SOFIA HERRERA. 3 AÑOS
Desaparecida en Tierra del Fuego

No es un miedo más. Es un miedo tan intenso y tan profundo, tan absolutamente devastador, que apenas nos animamos a nombrarlo, aunque le demos a nuestros chicos todas las indicaciones necesarias para que nunca suceda. Es el miedo a que alguien se los lleve. El miedo a que desaparezcan. El miedo a buscarlos y no encontrarlos.
Es la madre de todos los miedos.

Es, tal vez, aún más angustiante que el miedo a que un hijo muera. Porque implica el no saber, la duda absoluta, la impotencia total.
Sofía Herrera desapareció hace diecinueve días en Tierra del Fuego, y estoy segura de que sus padres, al igual que yo, pensaron que a ellos nunca les podía pasar algo así.
Pero pasa.

Yo he perdido a mis hijos, por segundos o minutos, varias veces. El mayor se escapó siendo pequeño en un par de oportunidades y, para colmo, se escondió. El menor desapareció de mi vista una vez en el zoológico de Buenos Aires, colmado de gente. No lo voy a olvidar nunca. Deben haber pasado tres minutos entre que no lo ví y apareció. Tres minutos que sirvieron para que a mí se me desarmara el alma y volviera a recuperarla. Pero por una milésima de segundo, cada vez, pensé: ¿y si no lo encuentro? y la idea me parece tan inmensamente dolorosa que borro el pensamiento y me pongo a gritar su nombre.

¡Es tan fácil llevarse a un chico! Una mínima amenaza para que se calle, un pequeño engaño, y por más enseñanzas que les hemos ofrecido, un niño puede irse con cualquiera. Sin ir más lejos, en las peores épocas de rabietas del mayor, me sucedió de tener que llevarlo alzado mientras me pegaba y gritaba como un desposeído. Nunca nadie me paró para preguntar si ése era mi hijo, o dudó de la situación. Y yo he visto a cantidad de madres viviendo lo mismo, y nunca le avisé a alguien que tal niño parece incómodo con tal mujer y trata de zafarse. Nadie me haría caso.

Los consejos para que hechos así no sucedan los conocemos todos. Pero igual pasa.

Más allá de que mis hijos nunca están solos en lugares públicos (Sofía tampoco estaba sola), hay situaciones que yo no puedo controlar, y hay momentos en que soy una sola y ellos dos.

De pequeños, por ejemplo, nunca les puse ropa o gorros con sus nombres. Siempre me pareció simpático ver a los chicos con las remeras que dicen sus nombres, pero en algún lugar leí que era una forma rápida de que un secuestrador se acerque a ellos: llamándolos por su nombre. Diciéndoles que los conoce.
Nunca subí fotos de ellos y no doy sus nombres. Son "el mayor" y "el menor".
Cuando paseamos, trato de que se vistan (ahora ya eligen su ropa) con colores llamativos para encontrarlos fácilmente entre otros chicos. Y siempre hago un repaso mental de lo que llevan puesto, por si tengo que describirlos.
Por supuesto, siempre les dije que no hablaran con extraños, que no se fueran con extraños, que no aceptaran nada de extraños. Y que si se perdían, se quedara en el lugar porque yo los iba a encontrar. Que no aceptaran irse con el guardia del lugar o con la policía. Que dijeran que la madre los va a encontrar allí.
¿Pero cuánto valor tiene la palabra de un niño? ¿Quién le haría caso?

También me mentalizo para que, en caso de perderlos, actuar rápidamente y en forma inteligente (que es lo más difícil). Gritar su nombre, hacer escándalo, que todo el mundo se dé cuenta de que falta un niño, pedir que cierren las puertas si estamos en un supermercado o un shopping. Pero, ¿quién lo haría? La gente de seguridad primero intenta tranquilizarte, no creo que jamás aceptaran cerrar las puertas (¿y si después alguien les hace juicio por retención ilegal o abuso de poder?), y hasta que realmente creen que el chico se perdió, se pierden los segundos más valiosos.

No hay salida. Cuando sucede, sucede. No podemos encerrarnos en nuestras casas y no podemos privar a los chicos de correr un poco, de jugar, de ser independientes.

Desde este espacio, me sumo a la búsqueda de Sofía.

Y sigo pensando que a mí no me pasará, porque caso contrario, no podría vivir.