10 agosto, 2006

Tiene trece años y ya es más alto que yo


El otro día mirándole tuve un flash. Le vi tal cual era cuando tenía tres añitos y una lengua de trapo divertidísima y no pude evitar sentir exactamente lo mismo que sentía cuando le veía ante mí haciendo casitas con piezas de madera para sus muñequitos. Le escuchaba hablar con ellos y regañarles porque se quitaban las camas los unos a los otros.

Ahora es un muchachito camino de hacerse un hombre y enfrentarse a una vida llena de peligros.

La otra noche me despertaron a las tres de la madrugada unos gritos desgarradores, desesperados. Era la voz de una muchacha que gritaba a "alguien" que dejase de golpear a otro "alguien". En un primer momento creí que estaba soñando, tengo la costumbre de soñar con realidad virtual. O sea: sueño que me duele la barriga y me despierto encogida de dolor o sueño que me están atacando y me encuentro con el codo de mi marido amenazando mis costillas (involuntariamente, por supuesto).

Una vez reaccioné al hecho de que aquellos gritos no salían de mi cabeza, fui a la habitación de mi hijo que es la que está en el lado de la calle de dónde provenían los gritos y miré por su ventana, pero desde allí no veía nada. Así que cambié de ventana y fui al lavadero desde donde tenía una perspectiva completa de lo que estaba ocurriendo.

La escena era la siguiente: los protagonistas, un grupo de chavales de entre dieciséis y dieciocho años, formado por cinco chicos y cuatro chicas. De los cinco chavales dos se pegaban con muchas ganas y los demás intentaban separarles... pero con cuidado de no recibir. Entre las niñas, unas lloraban, otras gritaban, gritos que aproveché cuando llamé a la policía para que comprendieran la urgencia de su intervención. Os aseguro que los gritos del que en ese momento recibía eran aterradores, igual que escucharle después decirle a su contrincante que le iba a arrancar la cabeza. Temblaba toda yo cuando estando uno sobre el otro en el suelo le mordió y el que llevaba la peor parte en ese momento gritó de auténtico dolor. Golpes y más golpes caían de todos lados. Era una escena de tanta violencia que me produjo unas tremendas ganas de ser dos veces más alta de lo que soy, tener músculos donde solo hay carne y darle una tunda a cada uno que les recordase la que, seguro que más de una vez, les había dado su madre.

Yo nunca pego a mis hijos. Recuerdo haberlo intentado y notar como mi brazo se aflojaba al acercarse al tierno culito de mis niños.

Para tranquilizaros os diré que en seguida llegó la policía y puso paz, los guardias estuvieron hablando con ellos hasta calmarlos y después cada uno se fue a lo suyo.

Yo fui a la habitación de mi hijo, que dormía como un angelito y me estremecí pensando que alguna vez él fuera protagonista de tanta violencia.

Sentí pánico.

Pero tendré que aceptar que ya nunca volverá a tener tres años y que el mundo también es suyo.