28 mayo, 2006

me gustaba que me mataran


Anoche estuve mirando fotos y escaneando algunas. Cuando vi ésta recordé que cuando éramos chicos uno de mis juegos preferidos era hacerme la muerta.
-dale, basta...daaaleeeeeeeee despertate. No lo hagas más
-daniiii, no seas, levantate. No es gracioso.
No dejaba la muerte hasta darme cuenta que alguno se largaría a llorar, o temblaba de miedo real. Entoces ahí sí, cuando ya había probado la eficacia de mi misión, me levantaba feliz.
Ese era el momento en que tenía que correr veloz porque el grupo de deudos , lejos de alegrarse con el milagro de la resurrección, estaba dispuesto a correrme hasta alcanzarme y pegarme como escarmiento por morirme tan bien. Pegarme hasta que volviera a morir.
Era la mejor: no pestañaba ni un poquito. Los ojos bien abiertos pero inertes, mirando siempre el fondo del jardín. Soportaba pellizcos y gritos y aún que otro tirón de pelo con estoicismo. Pero es obvio que un cadáver -aun jugando- no da para demasiado maltrato.
Esta foto es en el fondo de mi casa. La muerta soy yo y mi vecinita me mira. Nuestras muñecas yacen a mi lado.
Esta foto la sacó mi papá, detrás dice "d. playing dead. 8 years old". Yo tenía 8 años y me gustaba que me ahorcaran hasta matarme. Me gustaba, también, que me ametrallaran. También me gustaba matar. Me gustaba pelearme, tener hijas e hijos, bañarlos, peinarlos, acostarlos, llevarlos de paseo, me gustaba ser mujer de un cowboy y rehén de un indio, estar en la guerra, vivir en una trinchera o en una choza helada con piso de tierra, quemar hormigas, cazar palomas, armar guerras de langostas para que se arrancaran la cabeza y –sí, también– me gustaba que me ataran a los árboles para hacerme prisionera y quemarme viva.
Era un monstruo.
Como todos los chicos de la casa, del barrio, de la ciudad y quizá del mundo. Porque mientras sea de jugando, dicen, podemos jugar a cualquier cosa. A la muerte, al dolor, a la pena, al nacimiento, al horror. El juego queda fuera del mundo y en ese lugar no hay riesgo, ni dolor, ni angustia. En la burbuja del juego podemos ser esquizoides buenos y malos, perversos y angelicales, egoístas y generosos, ser obsesos enfermizos o ensimismados autistas, matar a nuestros mejores amigos con regocijo, nadar donde no hay agua y ver un desierto donde no hay arena. En el juego estamos a salvo. Podemos ser locos peligrosos, superhéroes y asesinos con la misma sonrisa. Nadie nos arrastrará al hospicio más cercano.
Porque jugar es, de jugando, una cápsula de mórbido placer.

03 mayo, 2006

YO AMO A MI MAMÁ

Lo tengo que decir, aunque provoque escozor en la comunidad psicoanalítica entera: extraño a mi mamá.
Mis viejos se fueron a Europa durante un mes. ¡Un mes entero! Treinta días. Mientras escribo calculo que deben andar por Viena, con los pies rotos y el alma hinchada.
Más allá de que estén en Europa (el sentimiento sería el mismo si estuvieran en Miramar), tengo que decir que yo vivo enfrente de la casa de mis padres. Justo enfrente. Desde mi cuarto piso veo su segundo piso, y cuando las dos estamos en nuestros respectivos balcones nos saludamos como adolescentes y mi madre, aprovechando mi talento en lectura labial y mi buena vista, inicia conversaciones. Siempre bromeamos con que tendríamos que atar un cordón con una canastita entre nuestros balcones, para poder pasarnos cosas. Igual no hace falta. Ella no viene casi nunca a mi casa, pero yo cruzo casi todos los días.
Lo de casi todos los días ha tenido sus altibajos. Cuando recién me casé y me sentía sola en casa, y cuando tuve a mi primogénito y me sentía sobrepasada, cruzaba a su casa y me instalaba todos los días. Tengo una buena excusa: en verano ella tiene aire acondicionado y yo no. En invierno ella tiene calefacción central y yo un par de estufas. Cuando nació el menor, lo cruzaba para ir a buscar al mayor al jardín, y ya que mi bebé estaba allí, terminaba almorzando con ellos todos los días. Pero luego tuvimos varias peleas y me dí cuenta de que la culpa era mía, mía y mía. Si yo no ponía distancia, si le permitía ser parte de mi vida y mi familia en forma diaria, no podía impedir que luego ella opinara, decidiera, criticara, etc, etc. Ahora yo también era madre y no deseaba compartir mi maternidad. Pusimos días. Iba a su casa tres veces a la semana, desde el almuerzo y casi toda la tarde. Tuvimos otras peleas. Decidimos que lo mejor era que los chicos fueran a almorzar a su casa, se quedaran por la tarde, y yo aparezco ahora para tomar un té a la hora de retirarlos. Como no tengo empleada con cama, la única ayuda con la que cuento -en relación a los chicos- es la de ella. Si no fueran a su casa, yo no tendría ni un minuto para mí (mejor no hablemos de mi suegra).
Bien, no tengo ni un minuto para mí. Y la extraño. La extraño y la necesito. La extraño porque he podido construir con ella una buena relación. La necesito por lo que ya saben.
Yo la odié, por supuesto. Durante mi adolescencia, ella fue el monstruo que poblaba mi realidad. Era la persona que no me permitía ser, expresarme, sentir. La que decidía por mí según sus extraños cánones de lo que era mejor. Era la persona que tenía que odiar, y matar, metafóricamente, claro está, si quería ser alguien. Yo misma. Supongo que si sigo viviendo enfrente de su casa es porque lo logré a medias. En vez de matarla, la hice agonizar un poquito. Salí de la adolescencia a tropezones y lo que siguió no fue tan fácil ni mejor. Pero allí estaba ella. Encontré una amiga. Alguien con quien podía hablar. En más de una ocasión fue mi salvavidas y siempre, pero siempre, mi confidente. Lo que no sabe ella, no lo sabe nadie. Mi marido a veces la cela. Dice que yo no le cuento cosas a él porque ya se las conté a mi mamá y con eso me basta. Y tiene razón. Con mi mamá no tengo que ser ningún personaje, ni la buena amiga comprensiva, ni la esposa dedicada, ni la madre perfecta, ni la profesional exitosa. Con ella puedo ser hija. Con todos mis defectos que por supuesto me mostrará. Pero he aprendido a no hacerle demasiado caso. Con ella me río de los demás sin miedo a quedar mal con nadie. Con ella hablamos pestes de todo el mundo y sabemos que no hay peligro, que quedará entre nosotras. A ella le consulto algunas cosas y le pido opinión para muchas otras, aunque decida no seguir su consejo. A ella la llamo para las emergencias y los problemas de último momento. A ella le pido dinero prestado cuando no llegamos a fin de mes. Con ella lloramos los peores desastres familiares y compartimos los dolores más profundos.
Uno de los grandes aprendizajes que hice en mi incipiente madurez, fue que después de todo ella no tenía la culpa. Que realmente había hecho lo que creía mejor, como lo hago ahora yo con mis hijos. Con todo el amor del mundo. Y que no pudo no equivocarse porque de eso se trata la vida. Que alguien tenía que decidir, criarme, cuidarme. El día que supe que la culpa no era de ella, y que a partir de entonces la responsabilidad era mía, que yo era la dueña de mi vida, fue que maduré, me hice mejor persona y pude enfrentar mejor lo que me sucedía. Cuando eso sucedió, fue mi decisión continuar y mejorar la relación con ella.
A veces, en los momentos en que quiero estrangular a mis hijos, me gustaría, por un breve segundo, sabiendo que es una fantasía, que mis hijos me dijeran gracias. Gracias por todo lo que hago por ellos. Sé que es un desatino. Ellos no me deben nada. Fue mi decisión tenerlos y hacerme madre. Pero a veces... cuando estoy tan cansada y ellos tan demandantes, quisiera que se dieran cuenta, aunque ser por un segundo, de todo lo que implica ser su madre. Ser mi madre no ha sido más fácil. Y yo sé que no debo darles las gracias a mi mamá (aunque a veces a ella le gustaría). Entonces, aquí va mi homenaje: ¡extraño a mi vieja!. Y todavía faltan 20 días para que vuelva.