18 noviembre, 2009

El amor incondicional

Cuando mi madre decidió dejar de trabajar me llamó una tarde al trabajo y me dijo “voy a dejar de trabajar”. Y yo no pregunté nada. Tenía 70 años, y mi hermano y yo sabíamos que eso más temprano que tarde iba a suceder. Su trabajo consistía en atender el teléfono del consultorio de mi cuñada de entonces y ambas se encargaban de hacernos entender que nos estaban haciendo un favor. Y yo sentía que me estaba haciendo el favor de trabajar. Mi hermano sentía lo mismo. Pero mi hermano estaba lejos, muy lejos, en Alemania, probando suerte, lejos. Y como estaba probando y la suerte que nadie dudaba que tendría todavía no había llegado, todos dábamos por sentado que no podía aportar dinero para completar los magros ingresos de mi madre. De este modo, yo tenía que cargar económicamente con mis dos hijas, con mi madre y con todas las insoportables pequeñeces de su incipiente vejez. Ni mis hijas, ni mi hermano, ni mi madre, ni yo misma creíamos que las cosas debían ser de otro modo. O, para ser más exacta, debería decir que algo no era del modo que debía ser: mi condición de mujer sola con hijos. A veces mi madre me compadecía. A veces mi madre me culpaba por haberlo dejado ir. En ambos casos, concluía que no había tenido suerte: muchos hombres tienen una amante y no por eso abandonan a sus legítimas esposas. Y a sus dos hijas. Mi mala suerte en verdad había sido que otra mujer –la otra- había logrado ser la única. Ninguna lo lograba. Yo había perdido dos veces: cornuda y abandonada. Eso sí que era tener mala suerte. Y siempre pero siempre terminaba sus monólogos suspirando y hablando de mi padre: un hombre de los de antes que de tan bueno Dios había querido llevárselo pronto junto a él.
Cuando hace un tiempo mi madre me dijo que ya no podía vivir sola en el departamento que le alquilo, usó el mismo tono que diez años antes cuando me dijo que no iba a trabajar más. El mismo tono monocorde y resignado. Y el mismo silencio final. Esta vez sus ojos estaban más viejos y por eso me parecieron más tristes; pero me miraban del mismo modo: esperando que yo absorbiera las consecuencias de sus decisiones incompletas.
Los silencios de mi madre son espacios asfixiantes, callejones sin salida. Un empujón para marearse en el laberinto y desconocer el trayecto que lleva a caer siempre en el mismo lugar. En el exacto lugar donde se debe caer. Feliz está, por haber hecho exactamente lo que entendió que era su destino; y mira creyendo que finalmente llegó su hora de recibir recompensa. Si hablara, probablemente su voz traería el eco del surco que en el ir y venir de todos sus años ahuecó con la pesadez de su cuerpo, y ahora, en la liviandad de la vida hecha espera considera que todos debemos agradecer. Vanidad por demás absurda teniendo en cuenta que si sostuvo su vida durante tantos años fue gracias al sentido que le dio nuestra existencia.
Su silencio me cuenta que ya se ha dicho todo. Que no hay nada detrás del muro. Y yo, encerrada en sus ojos viejos, me ahogo en el encierro. En estos momentos, cuando decide no decidir, el entramado de pequeños gestos amorosos que sostuvieron mi vida, para bien o mal, es una trampa perfecta. En estos momentos, la desigualdad parece invertirse pero sólo para volverse más efectiva. En estos momentos es donde entiendo el revés del amor incondicional. En su nombre, siendo adultos o niños, son ellos quienes deciden nuestros pasos.