23 marzo, 2008

Carta para Leticia

“(…) no se si voy a poder quererlo si no lo tuve en la panza… si no es parecido a ninguno de los dos, si sé que no es nuestro (…)”

Esta carta tiene 15 años. Fue mi reacción a las dudas de Leticia, mi gran amiga de entonces. La escribí a lo largo de una madrugada, no tanto para mi destinataria sino para entender por qué sus palabras me habían desvelado. Finalmente se dejó ver, ajena a los primeros esbozos, los tachones y las hojas alborotadas. No me fue difícil reconocer cuáles de las palabras de Leticia les dieron luz a las mias, pero me resultó sorprendente descubrir el tiempo que me llevo entender –casi un año después de empezar a discutir sobre los desafíos y los riesgos de la adopción – el puente que, más allá de la distancia que nunca intenté negar entre el hijo biológico y el adoptado; unen a uno y otro, y en algún punto constitutivo, los igualan.

Transcribo algunos fragmentos,

(…) Todos los cachorros humanos nacemos con la necesidad urgente de ser salvados. Salvados del principio de eficacia que nos escupe desamparados y se desentiende. Todos y cada uno de nosotros necesitamos una voz suave que al nombrarnos nos rescate de la masa indiferenciada, para hacernos unos (no otros) y dejar atrás la nada. Unos besos muchos y por sobre todas las cosas, constantes -leche tibia y una canción de cuna- para producir la alquimia inmemorial de transformar al manojo de vida en un hijo. Un sutil y decisivo pliegue del nacimiento, eclipsado tal vez por su grotesca, agotadora y dolorosa expresión física. El gesto inaugural del amor para recuperar la simbiosis ilusioria que acaba de romper el cuerpo. Un inicio después del inicio; intenso, desbordante, contenido, gradual –siempre amoroso-, o un inicio truncado (vivir puede parecerse tanto a bordear eternamente un abismo). Sucede en la inmediatez del primer contacto (es verdad, la naturaleza deja en la parturienta como al pasar –casi con desprecio- las hormonas y sus efectos como buenos augurios al recién nacido; pero definitivamente no es cierto que esto alcance, y por el contrario, hay veces que logra el efecto inverso) o sucede después –una mirada que no puede enfocar, el olor aparentemente imposible de la tibieza en la piel de un recién nacido, o quizás sea necesario un esfuerzo mayor y sean las palabras –no muchas: “ma-má”- las que franqueen la primer puerta al paraíso. A veces, sucede; pero tan débil que se disuelve como la sal en las primeras o tardías lágrimas de desencanto. Y a veces (muchas son las veces) simplemente, no sucede (vivir puede parecerse tanto a la búsqueda eterna de un abrazo imposible).
(…) querida Leti: ahora intento decirlo en pocas palabras, sin miedo a exagerar ni ánimos de reducir la complejidad de tu preocupación con mi retórica: tengo la certeza de que; como marca indeleble, reflexiva o naturalizada; todos los hijos son adoptados. Dale, animate a adoptar el tuyo. (…)

16 marzo, 2008

El aleteo de una mariposa

Soy supersticiosa, fóbica y a mi cotidianeidad la sostengo a fuerza de rituales. Me despierto cada día a la misma hora (sin despertador). Me levanto con el mismo pie (el derecho, obviamente). Voy al baño, me lavo los dientes (cambio el cepillo rigurosamente cada tres meses, misma marca, mismo color) Descorro las cortinas de la cocina, pongo comida en el plato de la gata y preparo el desayuno. Desde hace años –y a lo largo de todo el día- respeto invariablemente una secuencia de pequeños actos aprendidos y de tan repetidos automáticos. Varía con el tiempo para adecuarme a las prioridades esenciales de cada etapa, sólo sustituyo una por otra para ajustar su estructura y funcionalidad a las convivencias. Una fuente de motivaciones que en sus descargas contundentes son capaces de neutralizar el desequilibrio provocado por las pequeñas sorpresas e imprevistos cotidianos; conformando al entrelazarse, un universo cerrado de sabores, sonidos, olores y sensaciones particulares. Ayer, sin ir más lejos, desde el dormitorio y a breves instantes de haberme despertado agendé mentalmente llamar al service de la heladera porque la variación en el sonido del motor había emergido disonante del ronroneo inaudible de la cotidianeidad. En mi orden cuidadosamente ensamblado soy fuerte. Invencible.
Sin embargo, hay veces que la repetición constante fracasa en revertir el auténtico núcleo de mi caos –sin más: la suma de mis errores - y por el contrario se transforma en una prisión asfixiante, en una nueva demanda para hacer frente. En esos momentos, ansío desesperadamente que suceda aquello de lo que suelo huir. Un insignificante gesto del destino que redireccione mi atención hacia otro sitio. Una intromisión mínima. El aleteo de una mariposa en algún remoto lugar de mi universo.
Aquella mañana era uno de esos momentos.
La alarma de la jarra eléctrica se superpuso con el teléfono, una coincidencia doméstica que aunque nimia interpreté como el anticipo de un instante mágico. No me equivoqué. Era Lucía. Si bien nos habíamos visto varias veces después del nacimiento de Julieta, era la primera vez que ella llamaba desde nuestra última discusión.
-Hola… soy yo.
-¡Hola Lú! – fue mi saludo esperanzado. No obtuve respuesta. -¡Qué lindo que llamaste! ¿Cómo está July? La extraño mucho ¿sabés? –sobreactué una alegría cierta, verborrágica, como siempre que un silencio se interpone y me incomoda.
Lucía, repentinamente, interrumpió mi monólogo.
-Mamá… estoy muy cansada. Hace seis horas que esta llorando sin parar. No doy más.
Su voz era un murmullo, las palabras se articulaban lentas y caían al vacío en las últimas silabas. En contraste, el enojo. O para ser más precisa: esa furia desatada cuando el enojo es indiferente a las consecuencias. La naturaleza embravecida, desbordante, en el llanto de Julieta que –yo intuía- había roto el hechizo. Lucía ciertamente estaba del otro lado del paraíso, en el pantano brumoso donde la maternidad pierde su brillo y se vuelve oscura, densa, viscosa.
Yo no sabía si Lucía estaba llorando, pero sabía que estaba llorando como lloramos todas alguna vez. Imaginé sus ojos azules cerrados, las cejas levemente arqueadas hacia el centro, y dos lágrimas ardiendo en sus mejillas: las pruebas ineludibles del rito de iniciación a una femeneidad nueva y tan vieja como el origen y la vida.
- Hija: no llores. Voy para allá. Poné a Julieta en su catre, y si llora dejala que no le va a pasar nada.
Hice un par de llamadas para cancelar las reuniones del día y salí a la calle –sin maquillaje, sin peinarme siquiera- caminé unas cuadras, paré un taxi y fue mirándome al espejo retrovisor que me di cuenta que en el apuro había olvidado a la gata en el balcón. “Que se joda”, pensé. “Tiene la suerte de ser animal”. Y por un largo rato, dejé de pensar en mi.
Cuando llegué, Lucía tenía a Julieta en brazos y caminaba de un lado a otro, mientras “El Reino del Revés” sonaba de fondo. Julieta lloraba a los gritos. El estado de Lucía era francamente lamentable. Las ojeras oscurecían sus ojos, y en su remera oscura dos lamparones blancos olían a leche rancia.
-No pude- fue lo primero que me dijo como quien pide perdón. Su tono era infantil. Era fácil imaginar el puchero que faltaba.
-¿Qué no pudiste?
-No pude dejarla llorar, no aguanto que llore de esa forma sin hacer nada.
Me sonreí y la abracé como cuando era chica. Ella se dejo abrazar y me dio a Julieta que se retorcía, irritada.
-Bañate y salí a tomar aire, yo me quedo con July hasta que vuelva Pablo.
-¿En serio? Mira que faltan dos horas ¿eh? ¿de verdad podés?
- Si, en serio. Quedate tranquila. Yo me ocupo.
En cuanto Lucía se fue, acosté a Julieta en esa alfombra mullida, llena de espejos y juguetitos de colores que sus padres insisten en llamar gimnasio, y la desnudé. Apagué la música y susurré las mismas canciones que escucharon mis hijas a su edad. Me sorprendió recordar cada palabra, cada melodía. Julieta interrumpía por momentos su furia para fijar con dificultad sus ojos en alguna parte de mi cara, que rendida, supongo que le daba más curiosidad. Invariablemente, durante un tiempo que pareció eterno, volvió de mi frente a sus ojos cerrados y acuosos para retomar el llanto desaforado. Sus piernitas rollizas subían y bajaban, la panza se contraía, sus puños cerrados temblaban con odio. Ensayé palabras suaves, caricias tibias que abarcaban con dos palmas todo su cuerpo. Entonces opté por levantarla. La acuné y apoyé sobre mi antebrazo con la espalda hacia el techo moviéndola despacio hacia arriba y abajo, presionando por su propio peso la barriguita hinchada. Finalmente di en el blanco: un estruendoso y gigantesco pedo fue el inesperado punto de inflexión de aquella tarde. Al trueno inicial le continuaron algunos ecos menores que liberaron a la princesa de su dolor. Y no lloró más ¡No lloró más! Es indudable que por momentos la felicidad toma formas ridículas sin por eso perder intensidad.
Cuando Lucía volvió de su paseo –dos horas después- Julieta descansaba –no por casualidad precisamente- en su babysit rosa bebé: el primer regalo de la dichosa abuela que soy.
-Gracias- dijo Lucía con admiración y los ojos iluminados de gratitud. Si ella supiera lo mucho que ansié que en un instante como aquel, tan vulnerable, su fragilidad provocara un gesto desprevenido -una grieta imperceptible- donde ganarme el indulto que necesito, sabría -seguramente- que su agradecimiento es mucho más de lo que merezco.

10 marzo, 2008

Desterrada

Ayer Julieta cumplió un mes. Hubo un breve festejo que se interrumpió repentinamente cuando su llanto se hizo inmanejable y todos renunciamos a calmarla. Su madre con voz firme nos invitó a retirarnos sin dejar espacio para dubitaciones: tomé mi cartera del sillón, y con la mueca estúpida y ya vaciada de sentido con la que hacía instantes había intentado infructuosamente hacer sonreír a mi nieta saludé a su padre que me devolvió una mirada llena de compasión y cansancio. A Lucía, en cambio, la abracé con fuerza buscando una empatía que no pareció necesitar, y me fui. Creo que fue entonces, del peor modo, con ternura y firmeza –haciendo uso de un derecho irreprochable- que se inició un nuevo tiempo para mí. Ayer me echaron. Todavía estoy averiguando de dónde, pero lo cierto es que ayer fui desterrada.
Sergio y Marisa, mis consuegros, con la corrección que los caracteriza se ofrecieron a llevarme en su auto, y yo, haciendo alarde de mi absoluta carencia de habilidades sociales insistí en caminar, al tiempo que, sin darme cuenta -pero esto ellos no podían saberlo- sacaba sin disimulo el dinero para un taxi.
Nunca me sentí cómoda con ellos. Permanentemente sobreactúan con gestos pequeños y certeros una diferencia moral que me irritaba. Esta vez, me sentí incapaz de anteponer mi libertad al sarcasmo de Marisa; demasiado exigida estaba intentando disimular la envidia. Porque ayer, es verdad, hubiera necesitado ser escoltada por un hombre, sino el padre de Lucía al menos uno de espaldas anchas y voz decidida, que le diera fuerza con su presencia a las palabras que buscaban sonar de abuela que tan frágiles y ajenas me salían. Un alguien que después me abrazase con fuerza para disipar mis sombras y me diera el indecodificable consuelo de una sopa caliente antes de hacerme el amor.
Quizás así no me hubiera sentido tan vieja como me siento. Tan seca por haber acelerado el tiempo pariendo una hija antes de los veinte. Sólo de ese modo encuentro explicación a esta tremenda injusticia. No cumplí aún los cincuenta, pero los años que tengo por delante parecen estar todos atados a mi cuello, al borde del abismo de la tercera edad. Estoy desconcertadamente triste, indiscutiblemente sola. Tomada por un anacronismo. Ser abuela me pegó mal.

06 marzo, 2008

¡Ay Papantla, tus hijos volan!

Yo siempre he cuidado mucho a Angela de que no se caiga, o que al menos que no tenga caídas tan aparatosas.

Mi hija es muy hábil en tareas manuales, no es de los niños que corren todo el tiempo y escalan en cada mueble o pared que encuentren. Tampoco es muy afecta a usar la bicicleta, prefiere ponerse a pintar, no es muy hábil para correr como otros niños de su edad, no es de las niñas que traen las rodillas raspadas y llenas de moretones. El papá siempre me reclama que le hace falta más actividad física, ser un poquito más "marota", que le hace falta caerse un poco más.

Esto último se lo cumplí. Mi hija estaba encantada con unos zapatitos nuevos, caminaba muy coqueta y en un momento dado intentó bajar las escaleras. No quiso que le diera la mano, tampoco que la vigilara, así que desaparecí de su vista. En algunos segundo escuché un golpe fuerte y quise pensar que algo se había caído porque mi hija nunca se cae. Enseguida escuché el llanto, me acerqué corriendo y vi a mi hija con el vestidito hasta la espalda, tirada de panza en las escaleras. La levanté y vi que tenía la raspones en la frente, nariz, rodillas y codos.

El papá se acercó y le dije: "mira, ahí está, para que no digas que le hace falta caerse". Juntos abrazamos y acariciamos a la inconsolable niña después de su primer caída aparatosa. Sé que habrá más, pero esta vez me sentí como si yo misma la hubiera aventado escaleras abajo.