Ya desde siempre admiré a Tonucci, desde sus viñetas y su visión de la educación. Cuando me enteré de su proyecto "La ciudad de los niños" empecé a alucinar. Quise mudarme a Rosario, que me quedaba más cerca que Fano, por cierto. Si el tipo venía a Buenos Aires, yo iba a escucharlo. Ya me estaba haciendo la cabeza el tano este.
Después quedé embarazada. Ahí empecé a notar en el cuerpo a qué se refería el quía cuando decía: "a ciudad ha sido pensada, proyectada y valorada tomando como parámetro a un ciudadano medio con las características de adulto, varón y trabajador (1)". Los taxis van a los pedos, saltan los baches, no frenan suave. El feto se mueve dentro de la panza como una bola de billar haciendo una carambola a 4 bandas. Ni que hablar de asientos en las calles, donde poder estirar las piernas de elefante.
Después parí y tuve que transitar con el cochecito las calles de Palermo llenas de baches, cruzar avenidas esquivando a los autos que se habían detenido sobre la senda peatonal, cruzar por cualquier lado porque a alguna mente despierta se le ocurrió que era buena idea dejar el auto sobre la ochava, bloqueando la bajada para discapacitados (que no las había en todas las esquinas, por cierto). Quise cruzar la calle Dorrego para ir a Cabildo, pero no había pasaje subterráneo o aéreo que tuviera rampa. Una vez cerraron el acceso al tren de la calle Paraguay y yo no podía viajar en tren con mi ñato en cochecito sin una persona de buen corazón que me ayudara a levantar el carro y subir las escaleras.
Las cosas se complicaron cuando Pato empezó a caminar. Se caía de bruces encima de caca de perro, la gente lo pasaba como poste caído (y a veces lo sentaba con el roce), los automovilistas no esperaban que cruzáramos y arrancaban para apurarnos.
Nada mejoró cuando me embaracé. Patricio ya tenía el paso más seguro, se necesitaba más impulso para que se cayera, pero yo no podía alzarlo para cruzar las calles.
El tiempo fue pasando y me dí cuenta de que los subtes de Buenos Aires no son aptos para "personas pequeñas" (y eso que se los compramos a los japoneses, que si hubiera sido a los suecos...). Los pibes no tienen de dónde agarrarse, como no sea en el barrote al lado de la puerta, con lo que se lo llevan puesto en cada estación dos veces: los que salen y los que entran. Sí, siempre están las almas caritativas que ceden el asiento a la madre (muy pocos a los niños, menos aún si el niño tiene más de 4 ó 5 años). Lo cierto que es que mis hijos (11, 9 y 7) hoy no llegan a ninguno de los pasamanos superiores y tienen que aferrarse de los que están a los lados de las puertas.
Las cosas no mejoran en los colectivos, menos aún si los niños van con mochilas con rueditas.
En muchos restaurantes no tienen vasos apropiados, todos con base chica, fácilmente volcables, siempre, pero siempre de vidrio. En alguno me alcanzaron vasos de ginebra, pero claro, aún para los chicos es como hacerse un buche. Ni siquiera eso.
Los mozos se fastidian cuando un pibe tira un cubierto, o la servilleta, o vuelca el vaso. Cosas comunes durante los primeros, digamos, 5 años de vida del cachorro humano.
Ahora, con los chicos grandes, vengo a descubrir cosas que me ponen peor aún. Mucho más enojada. Y no tiene que ver con la accesibilidad de la ciudad, sino con la maldad del género humano.
El otro día, mandé a Martín a comprar comida para un jilguero y una cotorrita. Le dije que preguntara a la veterinaria que lo iban a ayudar. Le dí cinco pesos. Volvió con cincuenta centavos, una bolsita de alpiste y mijo, y como kilo y medio de girasol. Me fui con mi hijo a la veterinaria, la mina me dijo que el nene le había pedido girasol para el loro. Le explico amablemente que mi hijo sabe que lo que tenemos en casa es una cotorrita y que ignora lo que es el girasol, él conoce las "pipas" que a veces come. Muy suelta de cuerpo me contradice, hace un gesto de "qué hincha pelotas esta mina" y me devuelve tres pesos mientras le saca a Martu el kilo y medio de girasol.
Segundo momento, la panadería de mi casa está haciendo una encuesta de atención al cliente. Entre preguntas para calificar la atención, hay un apartado para sugerencias. Pato lo llenó, calificó la atención y la mercadería como muy buenas, pero en sugerencias escribió:
"Cuando viene un chico no lo atienden, lo hacen esperar y atienden a los que vienen después"
En los datos personales no puso los propios, sino los de Mariela. Le pregunté por qué: "Seguro que si lo dice un nene no lo leen".
Tuve el papelito una semana ahí, en la puerta de la heladera. Lo leía cada vez que entraba a la cocina. Al final me decidí y agarré el papelito, le pedí a Pato que me acompañara y fuimos a la panadería.
Pedí hablar con la encargada del negocio. Le doy a leer la crítica que les hace un pibe de casi 11 años. La mujer se toma el trabajo de leerlo, pide disculpas y le habla a Patricio.
"¿Sos vos? Mirá, cuando vengas a comprar, acercate al que esté atendiendo y decile lo que querés comprar. Ahora te conocemos y sabemos que vos venís", se dirige a mí y me dice: "No estamos acostumbrados a que vengan chicos solos a comprar, entonces pensamos que están acompañados de algún adulto. No volverá a pasar. Yo pondré el papel en la urna y tendremos en cuenta lo que nos dice."
Le agradezco, beso a mi hijo y lo dejo comprando.
Después quedé embarazada. Ahí empecé a notar en el cuerpo a qué se refería el quía cuando decía: "a ciudad ha sido pensada, proyectada y valorada tomando como parámetro a un ciudadano medio con las características de adulto, varón y trabajador (1)". Los taxis van a los pedos, saltan los baches, no frenan suave. El feto se mueve dentro de la panza como una bola de billar haciendo una carambola a 4 bandas. Ni que hablar de asientos en las calles, donde poder estirar las piernas de elefante.
Después parí y tuve que transitar con el cochecito las calles de Palermo llenas de baches, cruzar avenidas esquivando a los autos que se habían detenido sobre la senda peatonal, cruzar por cualquier lado porque a alguna mente despierta se le ocurrió que era buena idea dejar el auto sobre la ochava, bloqueando la bajada para discapacitados (que no las había en todas las esquinas, por cierto). Quise cruzar la calle Dorrego para ir a Cabildo, pero no había pasaje subterráneo o aéreo que tuviera rampa. Una vez cerraron el acceso al tren de la calle Paraguay y yo no podía viajar en tren con mi ñato en cochecito sin una persona de buen corazón que me ayudara a levantar el carro y subir las escaleras.
Las cosas se complicaron cuando Pato empezó a caminar. Se caía de bruces encima de caca de perro, la gente lo pasaba como poste caído (y a veces lo sentaba con el roce), los automovilistas no esperaban que cruzáramos y arrancaban para apurarnos.
Nada mejoró cuando me embaracé. Patricio ya tenía el paso más seguro, se necesitaba más impulso para que se cayera, pero yo no podía alzarlo para cruzar las calles.
El tiempo fue pasando y me dí cuenta de que los subtes de Buenos Aires no son aptos para "personas pequeñas" (y eso que se los compramos a los japoneses, que si hubiera sido a los suecos...). Los pibes no tienen de dónde agarrarse, como no sea en el barrote al lado de la puerta, con lo que se lo llevan puesto en cada estación dos veces: los que salen y los que entran. Sí, siempre están las almas caritativas que ceden el asiento a la madre (muy pocos a los niños, menos aún si el niño tiene más de 4 ó 5 años). Lo cierto que es que mis hijos (11, 9 y 7) hoy no llegan a ninguno de los pasamanos superiores y tienen que aferrarse de los que están a los lados de las puertas.
Las cosas no mejoran en los colectivos, menos aún si los niños van con mochilas con rueditas.
En muchos restaurantes no tienen vasos apropiados, todos con base chica, fácilmente volcables, siempre, pero siempre de vidrio. En alguno me alcanzaron vasos de ginebra, pero claro, aún para los chicos es como hacerse un buche. Ni siquiera eso.
Los mozos se fastidian cuando un pibe tira un cubierto, o la servilleta, o vuelca el vaso. Cosas comunes durante los primeros, digamos, 5 años de vida del cachorro humano.
Ahora, con los chicos grandes, vengo a descubrir cosas que me ponen peor aún. Mucho más enojada. Y no tiene que ver con la accesibilidad de la ciudad, sino con la maldad del género humano.
El otro día, mandé a Martín a comprar comida para un jilguero y una cotorrita. Le dije que preguntara a la veterinaria que lo iban a ayudar. Le dí cinco pesos. Volvió con cincuenta centavos, una bolsita de alpiste y mijo, y como kilo y medio de girasol. Me fui con mi hijo a la veterinaria, la mina me dijo que el nene le había pedido girasol para el loro. Le explico amablemente que mi hijo sabe que lo que tenemos en casa es una cotorrita y que ignora lo que es el girasol, él conoce las "pipas" que a veces come. Muy suelta de cuerpo me contradice, hace un gesto de "qué hincha pelotas esta mina" y me devuelve tres pesos mientras le saca a Martu el kilo y medio de girasol.
Segundo momento, la panadería de mi casa está haciendo una encuesta de atención al cliente. Entre preguntas para calificar la atención, hay un apartado para sugerencias. Pato lo llenó, calificó la atención y la mercadería como muy buenas, pero en sugerencias escribió:
"Cuando viene un chico no lo atienden, lo hacen esperar y atienden a los que vienen después"
En los datos personales no puso los propios, sino los de Mariela. Le pregunté por qué: "Seguro que si lo dice un nene no lo leen".
Tuve el papelito una semana ahí, en la puerta de la heladera. Lo leía cada vez que entraba a la cocina. Al final me decidí y agarré el papelito, le pedí a Pato que me acompañara y fuimos a la panadería.
Pedí hablar con la encargada del negocio. Le doy a leer la crítica que les hace un pibe de casi 11 años. La mujer se toma el trabajo de leerlo, pide disculpas y le habla a Patricio.
"¿Sos vos? Mirá, cuando vengas a comprar, acercate al que esté atendiendo y decile lo que querés comprar. Ahora te conocemos y sabemos que vos venís", se dirige a mí y me dice: "No estamos acostumbrados a que vengan chicos solos a comprar, entonces pensamos que están acompañados de algún adulto. No volverá a pasar. Yo pondré el papel en la urna y tendremos en cuenta lo que nos dice."
Le agradezco, beso a mi hijo y lo dejo comprando.
4 comentarios:
Yo no tengo hijos ni hermanos chicos ni nada, pero la última que me ha indignado fue cuando una educadora vino a evaluar la revista en que escribo (es para chicos), y me dijo "a los chiquitos no les puedes hablar de ciertas cosas, tienes que darles todo positivo, no les vas a hablar de muerte, de guerra, de cosas así".
¿No les puedes hablar de todo? Yo fui chica, y ella también, y no sé en su caso, pero a mí me hubiera gustado que mis padres y los adultos que tenía alrededor me hablaran de todo y sin eufemismos, en vez de enterarme por vías alternas que me presentaron la versión pirateada de temas muy importantes.
Los chicos son personas más jóvenes, más pequeñas físicamente, pero personas que valen ahora por lo que son, no solo por el adulto/votante/lector/cliente en potencia, no son imbéciles, no se los puede tratar con esa condescendencia que hace más daño que nada. Se les puede y se les debe hablar de todo, teniendo cuidado en cómo se les habla, eso sí.
(disculpas por la parrafada, creo que me emocioné, saludos Gragry querida)
A mi también me indignan todas esas cosas, es el egoísmo sumado a la indiferencia. En esta sociedad el que no produce no existe, no hay lugar para los chicos ni para los viejos ni para los discapacitados.
Es cierto que a los chicos se los discrimina. Es cierto que algunos adultos los tratan como tontos, en lugar de lo que son, personas en formación que pueden entender muchas cosas si se las presentan a su nivel. Creo que es fundamental respetarlos y no subestimarlos ni tratarlos condescendientemente.
To-tal-men-te. El día que mi hijo mayor se animó por fin a ir solo a comprar un helado, en el club´(le da mucha vergüenza), volvió sin vuelto. Si no, le dan caramelos en vez de monedas. Yo sigo protestando, ellos siguen estafándolo.
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