Algunos amigos me sugieren, cándidos, que le hable a Lucía de la navidad. (sí, es una historia de cuando todo está de estreno, cuando el hijo es el primero...) .Un viejo conocido de mi granny, me cuenta que un santo (cuyo nombre olvidé), dijo que dios no puede pecar ni aún queriendo: distraído, espantado o simplemente azorado por su consecuencia lógica, cortó su razonamiento en este punto. Como me molestan extraordinariamente las ideas detenidas por el miedo, seguí pensando y noté que de ello puede deducirse la superioridad humana sobre el omnipotente demediado: nosotros, mortales, podemos más que dios, podemos pecar!!. Si lo evitamos no es por nuestra incapacidad para realizarlo sino por decisión, en la mayoría de ocasiones más atrabiliaria que arbitraria.
Los antiguos consideraban los últimos días del año como un tiempo de purificación, idea compartida con los mayas y con alguna de la moderna literatura autoadyuvante. Aunque los primeros no dejaban de ser unos campesinos ilustrados, los segundos guerreros ritualistas, y los últimos gente de escaso saber y entender, ni amigos de Platón ni de la verdad, la fuerza centrífuga de la memez me lleva a estar más cercana a la austeridad en éstos tiempos que a la alocada y obligatoria felicidad de los fastos propios de estas fechas. (Hace 20 años no, pero ahora es impresionante lo temprano que empieza todo el adornaje!). Pude reflexionar sobre todo ésto con cierta frialdad hasta el momento en que mi tierna infante aparece en escena.
Detesto ahora como antes la cantidad ubérrima de celebraciones empresariales anuales a las que siempre falto, cenas de renovación amical, convites de parientes familiares, apuestas con la fortuna siempre infortunadas, agasajos obligados a quien no lo desea o no lo merece, y demás excesos que sólo una voluntad férrea y un cuerpo disciplinado consiguen evitar (se imaginan que no eran ni hace 20 años, ni ahora, los míos).
Los antiguos consideraban los últimos días del año como un tiempo de purificación, idea compartida con los mayas y con alguna de la moderna literatura autoadyuvante. Aunque los primeros no dejaban de ser unos campesinos ilustrados, los segundos guerreros ritualistas, y los últimos gente de escaso saber y entender, ni amigos de Platón ni de la verdad, la fuerza centrífuga de la memez me lleva a estar más cercana a la austeridad en éstos tiempos que a la alocada y obligatoria felicidad de los fastos propios de estas fechas. (Hace 20 años no, pero ahora es impresionante lo temprano que empieza todo el adornaje!). Pude reflexionar sobre todo ésto con cierta frialdad hasta el momento en que mi tierna infante aparece en escena.
Detesto ahora como antes la cantidad ubérrima de celebraciones empresariales anuales a las que siempre falto, cenas de renovación amical, convites de parientes familiares, apuestas con la fortuna siempre infortunadas, agasajos obligados a quien no lo desea o no lo merece, y demás excesos que sólo una voluntad férrea y un cuerpo disciplinado consiguen evitar (se imaginan que no eran ni hace 20 años, ni ahora, los míos).
En aquella época cuando Lucía tenía 5 yo tenía 20 y la verdad es que no me parecía tener una voluntad férrea ni ideas tan claras. Tonces, Lucía, celebra la navidad. Lucía, pues, celebra el año nuevo. Lucía, pues, celebra el día de reyes. Es decir, recibía regalos en navidad, recibía regalos en su año nuevo, y por qué no, también los recibía en reyes.
¿Alguien cree que mi retoño pudo superar anualmente semejante desmesura de buen modo? Si lo creen, díganmelo, para que pueda desmentirles con pruebas que alargarían en exceso lo que brevemente puede ser dicho: no.
Convertida ya en casi vieja como soy ahora, no vuelve a pasarme lo mismo. Me encanta ser sabueso de los indicios de sanidad mental que mis hijos siembran para que yo los abone, los alimente y los recoja. Entonces no me quedó más remedio en la nueva tanda de niños, que agarrarme a un clavo. No, ardiente no. A un clavo clavado en una cruz. No teman. No sufrí una crisis espiritual, ni me fue revelada la verdad. Mas bien tuve que escarbar en sepulcros embellecidos por la historia para intentar que nazca en mi hija menor y su hermano algo más parecido a una contradicción.
Hará unos tres años, Laura me pidió visitar al niño Jesús. En persona, no en foto ni en figurita. Azorada, aunque inicialmente me tentase el viejo truco de la maniobra dilatoria "ya iremos a visitarlo otro día", tuve que decirle que eso era imposible. El niño Jesús había muerto ya, hacía mucho, mucho tiempo, crucificado por sus malvados enemigos. Ni una princesa valiente, ni una madre abnegada, ni un padre omnipotente, ni sus amigos, escasos pero fieles, ni la justicia, ni la razón, ni el cazador de Caperucita lograron salvarlo. Desconsolada e inconsolable lloró escasos minutos, los suficientes para entender que toda celebración oculta el dolor, pero no lo hace desaparecer. Después, me hizo prometer que le contaría la historia del niño Jesús con todo detalle. La empecé, aunque le hice ver que era excesivamente larga para sus cuentos nocturnos y que la completaríamos en sucesivos capítulos. Reticente, aunque conformada, sólo pidió una cosa: cambiar esos extraños romanos y los no menos ajenos escribas y fariseos por un enemigo reconocible, plausible para su mundo. Ustedes ya la conocen suficiente: su confianza en el poder de la narración, de la palabra, es ilimitado, y siempre termino derrotada ante su fe. Así es que durante un tiempo suspendí todo trabajo para enfrascarme en la escritura de un nuevo texto apócrifo: el Evangelio del Lobo Feroz.
Convertida ya en casi vieja como soy ahora, no vuelve a pasarme lo mismo. Me encanta ser sabueso de los indicios de sanidad mental que mis hijos siembran para que yo los abone, los alimente y los recoja. Entonces no me quedó más remedio en la nueva tanda de niños, que agarrarme a un clavo. No, ardiente no. A un clavo clavado en una cruz. No teman. No sufrí una crisis espiritual, ni me fue revelada la verdad. Mas bien tuve que escarbar en sepulcros embellecidos por la historia para intentar que nazca en mi hija menor y su hermano algo más parecido a una contradicción.
Hará unos tres años, Laura me pidió visitar al niño Jesús. En persona, no en foto ni en figurita. Azorada, aunque inicialmente me tentase el viejo truco de la maniobra dilatoria "ya iremos a visitarlo otro día", tuve que decirle que eso era imposible. El niño Jesús había muerto ya, hacía mucho, mucho tiempo, crucificado por sus malvados enemigos. Ni una princesa valiente, ni una madre abnegada, ni un padre omnipotente, ni sus amigos, escasos pero fieles, ni la justicia, ni la razón, ni el cazador de Caperucita lograron salvarlo. Desconsolada e inconsolable lloró escasos minutos, los suficientes para entender que toda celebración oculta el dolor, pero no lo hace desaparecer. Después, me hizo prometer que le contaría la historia del niño Jesús con todo detalle. La empecé, aunque le hice ver que era excesivamente larga para sus cuentos nocturnos y que la completaríamos en sucesivos capítulos. Reticente, aunque conformada, sólo pidió una cosa: cambiar esos extraños romanos y los no menos ajenos escribas y fariseos por un enemigo reconocible, plausible para su mundo. Ustedes ya la conocen suficiente: su confianza en el poder de la narración, de la palabra, es ilimitado, y siempre termino derrotada ante su fe. Así es que durante un tiempo suspendí todo trabajo para enfrascarme en la escritura de un nuevo texto apócrifo: el Evangelio del Lobo Feroz.
Ella lo ilustró.
3 comentarios:
Los avidos lectores queremos ver una sinopsis del mismo.
Aun recuerdo con delicia cuando mi pequeña hermana con sus cuatro años me narraba las andanzas de "Carapucita roja". Lejos, la mejor versión jamas contada!
slds.
Yo también detesto todo el despliegue de amistad/bondad de utilería que trae consigo el mes de diciembre.
También tuve que tratar de explicarle a Sol (cuándo no!)que el niño jesús es el mismo que ve en las imágenes crucificado, entiende que es la misma persona que creció, lo que no entiende es que lo mataron, así que espero ansiosa las entregas del Evangelio del Lobo feroz
No te preocupes, Daniela, la historia de Jesús tiene final feliz: resucitó!
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