03 mayo, 2008

El cordón umbilical

Julia volvió de Madrid andrajosa de tanta melancolía y misticismo. Se fue despojando con los días, cuando creyó entender que esta vez, como la anterior, su pálpito era el primer latido de una certeza irremediable. “No fue amor, mamá” repitió solemne y yo la dejé insistir, perdonándole la excusa. Lo cierto es que con la misma celeridad con la que apiló sus bártulos dejando el nido vacío para literalmente volar a once mil kilómetros de casa, regresó un año después, sin arrepentimiento pero con un halo de tristeza que seguramente se convertirá en la musa de su próximo cuento.
Julia busca al amor como quien persigue la fuente de la eterna inspiración, que una y otra vez encuentra e irremediablemente vuelve a perder. Se desliza por la comisura de sus labios durante la pasión del beso inicial, se hiere de muerte con las aristas irreconciliables de una conversación, se esfuma en los vapores de los primeros encuentros. El amor a Julia se le va. Así dice ella. Como si no pudiera retenerlo. Como si su cuerpo pequeño no fuera suficientemente cóncavo para contener sus misterios. Y cuando esto sucede, Julia vuelve a mí. Siempre, como si nunca se hubiera ido. Como si retomáramos la conversación anulando el tiempo al cerrar el siguiente eslabón con la palabra exacta donde la frase quedó detenida. Claro que esta vez su ausencia fue más dura de sobrellevar, esta vez creí que era para siempre. Pero aquí estaba Julia, acariciándome el pelo. Hablándome de ella, su tema preferido. Su voz grave que no exige respuesta me alegraba los oídos. Los sonidos que acompañan sus palabras -chasquidos, simpáticos soplidos, amplia gesticulación- completan el efecto de sus caricias. Si Julia está cerca, ser feliz se me hace cosa sencilla.
Sin embargo, del borboteo emergió alguna palabra que repentinamente me sobresaltó.
-…yo sé que suena raro, pero me di cuenta que la cosa no iba cuando lo fui a buscar al hospital. El olor del hospital me dio nauseas y me tuve que ir. Ya en el pasillo empecé a sentirme mal, pero cuando avancé hacia la sala de médicos, el olor fue insoportable y me fui. ¿Cómo voy a compartir mi vida con una persona que trabaja en un lugar con un olor que me genera tanto rechazo? Además, cuando fui a su casa me di cuenta que ese olor estaba en su ropa, en todas sus cosas…
- ¿Olor a enfermo? ¿Qué olor?
- El olor a desinfectante. Y ¿sabes qué? Me di cuenta que ese olor más que asco es pánico lo que me genera. Es rechazo visceral.
- ¿En serio? Es raro lo que contás ¿y por eso decidiste volver?
- No. En realidad, no fue el olor. Eso me predispuso mal, pero pensé que iba a poder soportarlo, porque lo quería mucho. Me sentía realmente bien con él. Me cayó la ficha cuando encontré en su casa la prueba del delito –dijo impostando la voz, de algún modo asumiendo lo ridículo de la secuencia de su relato.
-¿Cuál fue la prueba del delito? –dije temiendo la respuesta.
- En el botiquín del baño, cuando fui a buscar un jabón para lavarme las manos encontré una botellita verde, con el dibujo de una espada chiquita, amarilla y la palabra “Espadol” ¡usaba desinfectante Espadol!
- ¿Y por qué es tan grave que usara desinfectante Espadol? ¿Otra marca hubiera sido diferente? –pregunté aparentando sorpresa.
- ¡Ay! Mamá, esto sólo puedo contártelo a vos porque sos la única que no va a pensar que estoy loca. ¡Siempre le tuve miedo a esa marca! ¡Si! ¡Miedo! ¡Hasta me cuesta decirla! Me agarra un frío por la espalda como si fuera un fantasma –inmediatamente después de terminar la última frase estalló en una carcajada. Julia se reía, y yo sentía como se erizaban uno a uno los pelitos en mi espalda. La interrupción subrepticia de la respiración, la parálisis imperceptible desatada por la adrenalina en el instante en que estalla en el cuerpo. El miedo. El mismo miedo avasallante que sentí a los ocho años cuando la vi a mi madre, con la cabeza íntegramente vendada –una momia, un fantasma materializado- los ojos aún enrojecidos por el fuego y sin pestañas, y las manos que peinaban mi pelo, servían la mesa, me obligaban a obedecer; inmóviles y fijas como su mirada, a los costados de la cama, también vendadas, blancas. Muertas. Mi madre no estaba muerta. Era un fantasma, lo cuál es aún peor. Mi padre, a su lado, me llamó y me dijo que la saludara con un beso. Yo simplemente huí. Ellos tres, mi madre, mi padre y la tía que me había llevado al hospital a ver a su hermana –mi mamá- después del accidente con el calentador de agua, se enojaron conmigo. Aunque volví pronto, después de descubrir que me atemorizaba más vagar perdida por las cercanías del hospital que estar junto a mi madre convertida en monstruo. En los días siguientes completaron el trauma marcando mi mente por siempre con el olor inconfundible del desinfectante con el que me obligaban a curar sus heridas. En aquellos tiempos, los hijos –y las hijas especialmente- sin importar la edad debíamos ajustarnos a nuestro destino, y aún más si un guiño cruel de la suerte revelaba fehacientemente la obligación indiscutida de cuidar anticipadamente a nuestros padres.
A esta altura del relato creo innecesario aclarar que la marca de aquel desinfectante era Espadol.
Lo cierto es que nunca le conté este recuerdo a nadie. Increíblemente –o no tanto- perdí el recuerdo por el camino, como tantas otras cosas, como tantos otros recuerdos. Mi memoria es fragmentaria. Fragmentaria y no selectiva. He perdido también recuerdos bellos que mis hijas recuperan con los suyos. Como este recuerdo, en nada feliz, que Julia hoy me lleva a recordar. Mi infancia, es de todas, la etapa más borrosa. En algún backup quedé limpia de mi miedo infantil. Confirmando una vez más que el instinto de supervivencia es a veces cruel con los hijos.
Cuando Julia habla reavivo la certidumbre de que el tiempo y el espacio son ilusiones colectivamente consensuadas. No lo recuerdo, vuelvo allí. A mi dolor de niña pero también a la inconmensurable protección que inauguró su nacimiento. A la identificable continuidad entre nuestros cuerpos que nunca logró quebrarse del todo, y a través de la cual evidentemente le transmití sin mediaciones mi propia historia.
Esta vez me invade la sospecha de que existe alguna relación entre la sensación de completitud que genera su presencia y su dificultad para construir relaciones de pareja duraderas. Ya habrá tiempo de hablar y será a ella a quien le toque desenredar la madeja que nos une. En tanto, me abrigo silenciosa con mi inocente egoísmo.

4 comentarios:

Gabi dijo...

Qué hermosas palabras! Te felicito por la forma que escribís.
Y si, realmente es misteriosa y profunda la relación que nos une con nuestros hijos. Nos cuesta demasiado determinar dónde termina nuestra vida y dónde comienza la de ellos. En algún punto habrá que fijar el límite, necesario y doloroso, para que ellos comiencen a volar por sí mismos y armen su destino para que no se les haga tan difícil el momento -ineludible- en el que ya no podremos acompañarlos. Es la ley de la vida, "dura lex sed lex".

Flor dijo...

María, hermosos todos tus posts. Entro a este blog para ver si volviste escribir. Por ahora estoy del lado de los hijos pero con muchas ganas de estar pronto del lado de las mamás y los papás.

Jesi dijo...

Se me puso la piel de gallina a mí.
Conozco el olor, mi papá es médico, y nunca se le va.

Unknown dijo...

A mi tampoco me gusta el olor de los hospitales, como decía el sioux Cuervo Loco: los hospitales son lugares donde la gente va a morir. Algunas no, bueno, pero no me gustan.