26 marzo, 2007


Aunque no nací en Jacinto Vera, mi casa natal era afuera de lata y por adentro madera. Y hacía frío. A falta de estufa, el viejo fabricaba -en lo que a mi me parecía una enorme lata cilíndrica- un brasero de aserrín capaz de dar calor toda la noche. La ceremonia de ir a buscar el aserrín a la carpintería y encontrar el más sequito, los fantásticos cuentos que me hacía en ese breve viaje y aquel frío en la cara hicieron de mi infancia -entre otras tantas pequeñeces amorosas- la mejor parte de este todo. Cuando el brasero estaba encendido soltaba chispitas diminutas que volaban hacia el techo haciendo eses breves. La luz tenue del rancho y mi imaginación de niño en la era del Apolo 11 me llevaban por viajes interestelares. Me acostaba de panza en el piso de modo que la boca del brasero quedase a la altura de mis ojos para ver los colores que se producían allí dentro. Para aumentar el goce, jugaba a desenfocar al máximo la vista para apreciar aquello como una imagen factible de reproducir luego. Yo sabía que era fuego, me lo habían advertido muchas veces, pero la fascinación y el espíritu fantasioso me hicieron introducir una imaginaria nave (muy parecida a mi mano) en aquella cavidad ardiente. El saldo fue terrible, la nave quedó gravemente dañada y aunque en la base de reparaciones hicieron todo lo que pudieron no dejó de arderme en toda la noche. Al otro día, el brasero era el mismo, el astronauta también, pero la percepción de las cosas había cambiado para siempre.
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Este texto antes que post, fue comment en el blog de Ludmilla, como siempre me gustó, lo rescaté ahora como aporte a esta nueva comunidad de blogueros a la que me han invitado.

2 comentarios:

Verónica Sukaczer dijo...

¡Bienvenido Yamandú! (tu nombre me hace acordar a la película Xanadú, sorry :-). Me encantó la historia. Un breve y literario momento de la infancia, es un respiro entre tantas madres desesperadas. Que sean muchos más. Los post.

Ana dijo...

Usté anda dejando desperdigados en los comentarios cada tesoro!