
Muchas veces al volver del supermercado con Maju tomábamos por Arenal Grande hasta Chaná zigzagueando el barrio hasta llegar a casa. En el camino, más precisamente sobre los últimos cincuenta metros de esa calle había una casa que como todas, carecía de jardín y que tenía la ventana siempre abierta, a cualquier hora y sin importar el clima. A través de esa ventana se podía observar una pieza lúgubre, de paredes con una pintura indescifrable por el tiempo y el avance sin obstáculos de una humedad poderosa. En el centro de la habitación había una mesa de comedor de estilo francés sin sillas alrededor. La mesa estaba forrada con un nylon grueso, azul eléctrico, sujetado por tachuelas cabezonas dispuestas muy desordenadamente. Atrás de ella y contra la pared, un ropero del mismo estilo también lucía totalmente cubierto con el mismo nylon y con el mismo descuido en las tachuelas. Además de estos dos muebles, de otra de las paredes colgaba un cuadro oval, forrado y claveteado exactamente igual a la mesa y al ropero.
La ventana tenía cuatro hojas de madera pintadas de azul eléctrico y con grandes vidrios. Dos de esas hojas eran fijas y las otras siempre estaban abiertas bajo la persiana que asomaba apenas, dejando ver su espléndido azul eléctrico.
La mayoría de las veces, tras las rejas había una anciana flaca, alta y de largos dedos y cabellos despeinados, blanquísimos. Se apoyaba en la reja sacando los antebrazos hacia fuera por los rectángulos planos de la reja con diseño, y miraba la gente pasar y escribía, en una cuadernola ajadísima, con lapicera azul y a gran velocidad.
Cuando Maju y yo aparecíamos en la esquina ella nos clavaba su mirada concentrada y fija sin quitárnosla de encima hasta que estábamos a pocos metros de pasar frente a su ventana. Entonces bajaba decidida la mirada hacia su cuadernola y escribía frenéticamente.
Casi siempre, después de ir ya de espaldas a ella, inquietos por la curiosidad nos dábamos vuelta para ver que estaba haciendo, entonces nos encontrábamos otra vez con su mirada fija en nosotros, la que volvía a bajar en un tic para concentrarse en la escritura.
Vale decir que todo vecino, vendedor, ciclista, perro o lo que fuera era abordado por ella de la misma manera y, que Maju y yo éramos apenas una figurita más de su álbum infinito.
Muchos años me picó (y aún me pica) no poder leer lo que escribía aquella mujer flaca y misteriosa.
Ayer, después de muchos años, pasé de nuevo frente a la casa de “La bruja azul” -como le decía Maju- y pude ver los inequívocos signos del paso del tiempo sobre la persiana definitivamente cerrada, y sobre ella un grafiti que decía: ¿continuará?