12 abril, 2008

En el espacio que dejamos vacío (I)

Día uno: un camel sin filtro

En nuestra huída desesperada, con cada error que cometíamos, alimentábamos ingenuas la épica de nuestros fantasmas. ¡Vuelven! Siempre vuelven. Tanto asi, que por momentos parece que caminamos en círculo.

Cuando el viernes de la semana pasada me llamó Lucía preguntándome si podía instalarme unos días en su casa, entré en pánico. Me arrepentí en el instante que solté un lacónico “ok”. Ensayé el tono con el que podría excusarme diciéndole que de “parar unos días” peligraban mis ingresos (y los de su abuela), pero supe que lo único que lograría era resentir los pequeñas logros de estos últimos tiempos. Así que cargué y enfundé mi notebook, la palm, la memory stick, el celular y demás objetos transicionales con la frente en alto y dispuesta a dar batalla.
Lucía estaba enferma. Una mastitis la tenía en la cama con fiebre y antibióticos y definitivamente le impedía ocuparse de Julieta. En el camino, a modo de precalentamiento, apelé al instinto que no tengo e intenté recordar cómo cambiar pañales, compré algunos juguetes inservibles (¿existe algún juguete capaz de divertir por más de cinco minutos a una beba de dos meses?), la acuné mentalmente (¿lo soportaría mi espalda?), pensé si sabría qué y cómo cocinar (¿sería muy inapropiado comprar comida en una rotisería?) y cuidar a mi enfermita (eso si que sabía hacerlo: nada sería más grave que cuidar a una anciana madre convaleciente), no tocar temas inconvenientes (¿Marisa estaba al tanto de cómo la necesitaba su hijo?) y fundamentalmente me preparé para enfrentar las larguísimas horas de entretenimiento que debería preparar para Julieta. Me libré –en cambio- de la ardua tarea nocturna. Supuse que de las levantadas en la madrugada se ocuparía Pablo.
El panorama cuando llegue me tranquilizó. Julieta en su cochecito se entretenía con el zoológico circular que pendía inestable sobre su cabecita y apenas registró mi beso; al tiempo que Pablo hablaba con alguien por teléfono (por el tono supuse que se trataba de una conversación laboral). Mi tierna Lucía miraba “Rosa de Lejos” en la cama.
-¿Qué haces mirando “Rosa de Lejos”?- dije a modo de saludo, genuinamente sorprendida.
- ¿Viste? La encontré haciendo zapping. Me trae buenos recuerdos- me respondió, sonriente.
- ¿Buenos recuerdos? ¿Por qué?
- Con la abuela éramos fanáticas de Rosa. La veía cuando volvía del cole ¿no te acordás?
Y no, no me acordaba. Tampoco sabía por qué debía acordarme si fueron contadas con los dedos las veces que estuve en casa a esa hora en época escolar. Ya bastante sorprendida estaba de reconocer semejante reliquia doméstica, un recuerdo sustentado sin dudas en el éxito arrasador de entonces que hacía imposible no toparse con ella, y en el tono de voz inconfundible, afectado e insoportable de Leonor Benedetto que lograba atravesar abismos temporales en segundos.
- ¿Cómo estás? ¿Qué puedo hacer por usted?– le dije jocosa, cambiando de tema abruptamente.
- Maso. Me siento re mal, me duele todo. Tengo una teta a la miseria. Horrible. Necesito que me mimes un poco.
¡Ay! Mi hija es la más dulce cuando dice esas cosas. Sin embargo, ese fue el último caramelo que comí aquel día, porque desde el minuto en que Pablo salió con destino a su reunión laboral y “Rosa de lejos” se despidió por enésima vez, melancólica y sugerente detrás del vidrio opaco de un ventanal; el viernes se aferró al cauce torrentoso, provocado por la conjunción de emociones de una beba, una madre enferma y una abuela inestable. Julieta, como era de esperar, se aburrió de sus juguetes y reclamó atención. Fue entonces que desplegué toda mi parafernalia de muecas y voces impostadas que por momentos la entretenían pero invariablemente perdían su efecto. Estaba especialmente inquieta e irritable. “La leche de fórmula le está cayendo pesada” decía Lucía desde el cuarto, buscando motivos; pero yo caía, irremediablemente, en el desorden que más temía. Sumado a esto, a medida que se acercaba el final del día el panorama empeoraba para las tres: mis recursos frente a Julieta se agotaban cada vez más rápido y Lucía además de verse obligada a cumplir su nuevo rol, se sentía cada vez más afiebrada. Pasadas tres horas, simplemente me entregué a mi misma. Que no es algo bueno cuando a una la llaman para cuidar a otros.
Encendí un camel sin filtro en el medio del living no sin antes abrir la ventana. La tensión delimitada e inconfundible en el paladar producto de la abstinencia -detrás de los dientes y hacia el inicio de la traquea- cedió mágicamente cuando el humo atrapado en mi boca, como un afluente bendito, impregnó mi garganta de un sabor térreo y sedante. Cerré los ojos y sentí, simplemente, que todo volvía a ser posible. La voluntad regresaba a mi, trepada a una inmensa voluta grisácea. Pero en el instante en que cerré los ojos para descontarle a mi vida unos pocos minutos insignificantes a cambio de un tercer momento de placer reparador y eterno, escuché el llamado de Lucia. Pité con tanto ahínco que al levantarme del sillón sentí todo el peso de mi propio cuerpo en los pies, que como grilletes, les impedía realizar el movimiento solicitado. Aún así, luego de unos segundos en los que logré recuperar la compostura, acudí al llamado.
-Acá no se fuma- Lucia me miraba fijo, seria, con Julieta prendida a su teta sana e insuficiente.
-Necesitaba fumar, Lucia –me justifiqué, inmutable.
Acaso mis ojos, o el leve movimiento de mis labios delató mi ira. Su respuesta no se dejó esperar y logró encenderme.
–Desde que nació Julieta en esta casa está prohibido fumar y tendrías que saberlo. No sos vos la que tiene que enojarse- insistió.
-No vas a decirme lo que tengo que hacer o dejar de hacer, Lucía. Fumé toda mi vida y nunca te trajo problemas- retruqué.
-¿Qué sabés si me trajo problemas o no? ¡No puedo creer que vengas a cuestionar que no se puede fumar cerca de un bebé! Si vos fuiste incapaz de dejar de fumar fue porque eras y sos una egoísta que nunca pudo pensar en otra cosa que en vos misma y te importó un carajo si nos hacía mal o no. Yo, desde el día que me enteré de que estaba embarazada, no fumé más. Lo sabés. Incluso me felicitaste cuando te lo dije.
Imposible como la virgen madre, mi nombre repentinamente fue el suyo: quedé invertida para un reto. Tan sobreactuadas y remotas se me antojaron sus palabras que no fue necesario el atisbo de un milagro para que levitara en la imagen misma de la madre: sufrida, abnegada, espectral. Esa fantasía inmemorial tan sólida como real de la que siempre intenté diferenciarme.
-¿Y el respeto al otro? ¿Y la libertad, Lucía?- dije con tristeza.
-No vengas a reivindicar ahora tu derecho de fumadora porque te desubicás mal. La libertad no tiene nada que ver con fumar o no fumar. Además, para convertirse en madre la libertad es una de las cosas que hay que estar dispuesta a perder.
Y un silencio. Un abismo. Un castigo.
“Mi hija, mi madre” no dije, ni pensé. Lo escribí –después- y agregué: “mi fantasma”.

4 comentarios:

Lore b dijo...

María: hace tiempo que en relación a las cosas que te dice tú hija me da ganas de darte un abrazo de "esos calentitos"...por un lado: está puerpérea....por el otro, yo también soy fumadora en una ciudad en que desde hace un tiempo es lo mismo que portar un arma y además tengo críos...¿tú hija no tiene un balcón?, un palier? una terracita?. Besos miles

Irene dijo...

María: siempre me gustan tus posts. Lucía me hace acordar a mí cuando nació mi primera hija (que ahora tiene 12 años), yo también tenía ese tipo de reacciones, muchos me habrán querido matar... Después nacieron mis otros dos hijos (de 7 y 2 años) y me puse más flexible y no tan fanática.

Paty dijo...

A mi me parece que aqui no se trata ni de una estrenada madre ni de una abuela... se trata de un bebe con un par de pulmones recien desempacados, que depende al cien por ciento de su madre y lo que ella decida. Es curioso como los fumadores (yo lo fui) nos volvemos ciegos y sordos ante estas situaciones y nuestro deseo se antepone a todo y a todos.. es muy triste esta ridicula y horrible dependencia.
Por otro lado, escribes BARBARO!

Maria Lopez dijo...

Lore, Irene, Paty: Gracias por los abrazos, la comprensión y el chas chas (que un poquito, sólo un poquito, sé que merezco), y fundamentalmente por dejar sus comentarios. besos grandes.