
Si sé que tardó años en completar la obra, y que luego fue enorme también el esfuerzo para planchar y unir cuadradito a cuadradito, hasta tenerlas al fin prontas, cerca ya del fin de su vida. Siempre siguieron dando vueltas por la casa de mi madre, a veces cuidadas, a veces semi abandonadas.
Hace unos años le pedí a mi madre, que ya es una abuela vieja y achacosa, que me las rescatara. Que las transformara en una gran colcha de dos plazas para mi cama, querías volver a verlas lucirse, les guardo cariño. La veterana asumió la tarea, las remendó, rehizo los bordes.
La instalé en mi cama y algo comenté a mi hijo chico, Juan, sobre su origen y los más de treinta años que tenía. Desde ese momento comenzó cada tanto a pedírmela.
Me resistí un tiempo, pero este invierno no la había puesto, todavía, en uso: un acolchado moderno y mullido se resistía a compartir la cama con ella.
Anoche Juan, con sus catorce años y su adolescencia a semi instalar, se subió a algo y se apropió de la colcha. Me llamó desde su cuarto, metido en la cama, libro en mano, cara triunfante
- Mirá, vos no la usás, me la traje, y si la cama la tendés vós que quede arriba del todo, así la veo.
Lo vi rodeado por ese mar de aplicaciones de crochet y notó mi emoción. Me veía a mi misma entre ellas, veía a mi abuela, veía mi infancia ya lejana.
-Qué te pasa?, preguntó
-Nada, me gusta verte con la colcha, me trae muchos recuerdos, mi abuela seguro nunca pensó que un hijo mío la usaría, me emociona verte tapado con ella.
Juan se inclinó y le dio un beso rápido a la colcha, me sonrió y me tiró, de lejos, sin olvidar su distancia de adolescente en ciernes, otro beso a mí.
Todavía a veces siento con él esa conexión casi mágica.
Hace unos años le pedí a mi madre, que ya es una abuela vieja y achacosa, que me las rescatara. Que las transformara en una gran colcha de dos plazas para mi cama, querías volver a verlas lucirse, les guardo cariño. La veterana asumió la tarea, las remendó, rehizo los bordes.
La instalé en mi cama y algo comenté a mi hijo chico, Juan, sobre su origen y los más de treinta años que tenía. Desde ese momento comenzó cada tanto a pedírmela.
Me resistí un tiempo, pero este invierno no la había puesto, todavía, en uso: un acolchado moderno y mullido se resistía a compartir la cama con ella.
Anoche Juan, con sus catorce años y su adolescencia a semi instalar, se subió a algo y se apropió de la colcha. Me llamó desde su cuarto, metido en la cama, libro en mano, cara triunfante
- Mirá, vos no la usás, me la traje, y si la cama la tendés vós que quede arriba del todo, así la veo.
Lo vi rodeado por ese mar de aplicaciones de crochet y notó mi emoción. Me veía a mi misma entre ellas, veía a mi abuela, veía mi infancia ya lejana.
-Qué te pasa?, preguntó
-Nada, me gusta verte con la colcha, me trae muchos recuerdos, mi abuela seguro nunca pensó que un hijo mío la usaría, me emociona verte tapado con ella.
Juan se inclinó y le dio un beso rápido a la colcha, me sonrió y me tiró, de lejos, sin olvidar su distancia de adolescente en ciernes, otro beso a mí.
Todavía a veces siento con él esa conexión casi mágica.